La recámara del miedo.

Se escribió sobre el escritorio...


Era necesario apresurarse.
Los dedos latían
como los perros.
Cada vez que duerme
la recámara de mi deseo,
empieza a punzar
como si llevara algo adentro.
Y no exagero si digo
que cada roce con el pañuelo
dió como resultado
la perdida de mi secreto.
A veces pensaba que la humedad
invadía mi cerebro
de lagunas inconscientes.
Era difícil decir que no.
Se suponía que en la práctica
debía aprenderlo.

Yo pequeña inocencia
pletórica en indescencia,
no era más
que la simple vanidad
de mi ego.
Sacudía el pie
y me limpiaba el cieno.
Era costumbre ya
hacerlo.
Cada vez que despertaba
una rápida sensación de indulto
me encogía el sueño.
Y no era cuestión de fingir,
era sólo creerlo.
La cabellera desorganizada
y las sábanas
con su plétora de partículas
insalvables,
todo hervía en la infinita alcoba
aquella que menguaba
cada vez que me era más extraño mi placebo.

Y entonces escuchaba
el aleteo del pájaro.
El engranaje de la cama
y las tablas sonando
en el roce y el movimiento.
Las polillas que chillaban
porque la madera crujía
y no se sabía
si era ruido o deseo.
Cada vez que claudicaba
¡Vaya es cierto!
un terror extemporáneo me afanaba
a quedarme dormida
para no sentir miedo.

La noche y el día.
La sensación de nuevo.
¡Afánate querida!
Antes que se cierre
el agujero.

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