Mudanza.

Se escribió sobre el escritorio...





Extraño cuerpo a mediodía.
Breve y difuso
silabario de penosas formas,
que se fueron entumecidas
y se desvanecieron
al acecho de la tarde,
en el reflejo de la sombra
de la despedida.


Mudé mis labios
para dejar de pronunciar tu nombre.
Mudé mis ojos
para ya no verte.
Mudé mi piel,
para no recordar tu silbido
y caminar paciente.
Las últimas horas 
que intactas permanecieron
girando en un reloj de pulsera,
se fueron.


Deshabitada mi condición de amante,
sólo queda la mudanza al eco.
A la soledad que guarda como acompañante
los silenciosos instantes
de la cercanía.
Los pasos aún se oyen.
La caracola de mi oido 
guarda los sonidos de tu cuerpo
en la habitación.
La luz preñada de tu esencia,
la cortina que lucía raída.
Los dedos que fueron 
pequeños puñales
aferrándose a la caricia,
al tactil sentido
de la palpitación.


Mudé cada palabra en tí
hecha verso.
Mudé la resonancia y el timbre,
para callar lo que oíste
alguna vez
en aquella canción.
Mudé mis tristezas,
las rosetas que no servían
pintaron de rojo
todo lo que de gris
palidecía.
Cambié el trasfondo íntimo,
el lenguaje que se tañía
de un pesado martilleo
por tu huída.


Y todo entonces empezó a brillar,
a resplandecer la turbia mañana aquella
en que la mudanza de mis prosas
dieron paso 
a una incandescente solana de luz,
que en el matiné vespertino
anunciaba el renacimiento de una forma
espiritual.
Todo instante que se vestía 
de presagio consabido,
murió en la intentona
por verme naufragar.
Cruel desenlace
el que le espera al retraído,
cuando prefiere la tiniebla
al rayo en fractal.

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